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sábado, 19 de noviembre de 2016

De dulce para la Muerte…

29 de Octubre 2016

Si algo tengo bien presente de mis años niños llegado el mes de noviembre, son dos asuntos: la devoción de mi madre de ir al panteón a llevarles flores a sus muertos el mero día 2, y el otro… el otro era el mío, mis calaveritas de azúcar con el papel plateado en la frente en el que se distinguía mi nombre, eran una fiesta deliciosa que se deshacía en mi boca con cada mordisco que les asentaba. Rosario me compraba mi ración correspondiente con tal de que la dejara limpiar la tumba, poner las flores y hacer sus rezos.

A lo mejor por eso la muerte nunca me ha producido miedo, me acostumbré a concebirla como un postre de noviembre, a relacionarla con una fecha que para mí nunca fue sinónimo de dolor ni de partida, y seguramente algo tuvo que ver con mi afición de ir a los panteones en mis tiempos de estudiante de Licenciatura… sí, cuando no teníamos alguna clase, mi amiga Rosalía y yo nos encaminábamos al cementerio que bien cerca nos quedaba de la facultad y nos íbamos a cantar y a bailar en las tumbas, y a decir poemas, inclusive hasta una limpiadita le dábamos a algunas lápidas olvidadas. El panteonero nos echaba cuantas veces nos encontraba “faltándoles al respeto a los difuntos” –así nos decía con voz iracunda y con la pala en alto, amenazante–, pero eran las mismas que nosotras regresábamos a hacer lo mismo. Teníamos la idea de que los muertos estaban encantados, de que los sacábamos aunque fuera un ratito de su silencio eterno.

No niego la cruz de mi parroquia, en nuestro amado, bello y bullanguero País, la muerte es cuestión de risa y de fiesta para los fieles difuntos. Forma parte de nuestra idiosincrasia, nos reconocemos en ella… ahí tiene a la inigualable Catrina de Posada, muy curra y salerosa carcajeándose de sí misma, muy distinta de la impresionante Coatlicue de los ancestros mexicas, con el ceño hosco, más hosco por la piedra en la que labraron su imagen.

Nos reímos de la muerte, le cantamos con gozo: “La muerte ciriquisiaca jalando su carretón, parece una sombra flaca bailando en el malecón…” Y ¿qué tal los dichos alusivos a la Huesuda?: “matrimonio y mortaja del cielo baja”, ”mujeres juntas ni difuntas”, “el muerto al pozo y el vivo al gozo”, “el que por su gusto muere hasta la muerte le sabe”, “el muerto y el arrimado a los tres días apestan”, “de limpios y de tragones están llenos los panteones”.
El Día de Muertos se celebra en nuestro país desde tiempos inmemoriales, nuestras dos culturas madres, la mesoamericana y la hispana le aportaron a la hija mestiza tradiciones de ambas, por eso somos un pueblo que le damos una acepción tan singular. La muerte es principio y fin a la vez, es el inicio de la eternidad y el cierre de lo perecedero.

El Día de Muertos recordamos. Y recordar, del latín re-cordis, es volver a pasar por el corazón, es volver a caminar por mi memoria. Yo recuerdo a mi madre todos los días, pero evocarla no me genera dolor, sino todo lo contrario, me llena de alegría, a veces me rio hasta a carcajadas porque mi madre sigue siendo sol y luz en mi vida, mi roble frondoso y fuerte… y me resulta imposible recordarla con llanto. Extraño su presencia física, pero está tan vivo cuanto era que sigue estando presente y eso me genera una serenidad y una paz interior inigualables.

Me gusta el colorido de la celebración de difuntos, los cempasúchiles, las veladoras, el papel picado, por supuesto las calaveras de azúcar, la comida y bebida, el incienso y el agua. Me encanta que haya un día, el 1 de noviembre, dedicado a los “angelitos” a los “muertos chiquitos”, y que se estile en los altares tan bellos que se ponen en las casas colocar juguetes y golosinas en su honor. Estoy cierta de que el mundo no se detiene y que todo va cambiando, es ley natural, pero me preocupa sobremanera que estas tradiciones tan nuestras se vayan perdiendo en la andanada de cuanto nos viene de fuera. Y que sea hoy día el Halloween, ajeno por completo a nuestros orígenes, el que vaya ganado terreno en el ánimo y en la memoria de los niños mexicanos.

No estoy peleada con lo extranjero, ni padezco xenofobia, pero no perdamos el gusto por lo nuestro, por lo que nos da identidad y pertenencia. Los altares de muertos y las festividades en los panteones son expresiones mexicanas, tenemos el deber de salvaguardarlas, hacer que nuestros niños las conozcan, las vean, las  disfruten, se enorgullezcan de ellas, porque en ellas va implícita la genética de la patria. Que no alteren las celebraciones extranjeras la riqueza incalculable de nuestra cultura, somos el pueblo al que le cantaba López Velarde en su “Suave Patria”, y es que México es así… suave como la tierra húmeda, cálido como un sarape de Saltillo… y dulce, tan dulce como las calaveritas de azúcar que me encantaban cuando niña…

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