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Abril 2015
Entre
todas las semanas del año, para quienes profesamos la de cristiana, la Semana
Santa es la más importante de todas ¿Por qué? Porque es en la que se conmemora
la pasión, muerte y resurrección del hijo de Dios. Es el centro y corazón de la
liturgia de todo el año.
La
precede la Cuaresma, el largo viaje de Cristo a su interior, el retiro al
silencio de las soledades para prepararse al último tramo de su vida como
hombre sobre la faz de la Tierra.
Durante esta semana, la Iglesia sigue el
camino del rabino de Galilea, rememora su existencia mortal, lo que sintió como
humano, su desolación, el abandono, la traición, el cúmulo de mezquindades que
recibió y PERDONÓ. Como apunta San Juan (Jn 13.1) en su Evangelio: “Habiendo
amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin”.
No
es fácil en estos tiempos vivir en silencio y con recogimiento el significado
de la pasión y muerte del Redentor, y con esto no quiero decir que antes si lo
fuera, lo que sucede es que ahora es más complicado, porque los humanos nos
hemos ido volviendo más fríos y distantes de nuestras de devociones. Antes esto
se aprendía en el seno de la familia, hoy ese núcleo sustantivo se ha ido
agotando.
¿Quién
se ocupa, en estos días, de preparar, por ejemplo, su alma, para librar la de
“juicios temerarios, o comprime su corazón, para que no se deje arrastrar por
apetitos desordenados?” Como nos cuestionaba mi tía Tinita en el catecismo
sabatino, o “¿Quién pone frenó en su lengua para no dañar al prójimo con sentencias
- palabrotas - de la vida? Recuerdo a mi parienta, como si la estuviera oyendo
ahora mismo - leyéndonos estas preguntas de un librito que cuidaba como su
mayor tesoro a la veintena de chiquillos que la escuchábamos sacudidos por el
temor y el asombro.
“Estos
son tiempos de oración, de piedad y penitencia”, arengaba emocionada. Y vaya
que se empeñaba en que así fuera, y en casa nuestras madres coadyuvaban,
también. A mis siete u ocho años, no entendía gran cosa de lo que nos decía mi
tía Tinita, tampoco comprendía del todo porque en los días santos no había
radio encendida, ni música, ni canciones, ni novelas de Caridad Bravo Adams, en
mi casa. Mi madre cubría las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de la
Virgen de Guadalupe con lienzos morados. La comida de la semana la hacía con
antelación, me conminaba a no hacer tiradero porque la actividad doméstica
quedaba reducida a cero, incluso la ropa - y esas eran palabras mayores - se
amontonaba en las cubetas, porque doña Rosario no lavaba sino hasta después de
la Semana Santa.
“Esther
- repetía mi madre y me miraba a los ojos emocionada - tenemos que orar y
arrepentirnos de nuestros pecados, Dios murió por nosotros en una cruz para
abrirnos las puertas del cielo, la mejor manera de agradecerle es portarnos
bien”.
Todo
esto, no me cabe duda, me lo sembró en mi corazón de niña, y se lo agradezco en
el alma, porque me enseñó a amar y a creer en Dios con sencillez y con ejemplo,
y se lo puedo jurar, estimado y paciente lector, que nunca he sentido vacío interior,
que como todo el mundo he tenido dolores y pérdidas en la vida, pero que las
lecciones de fe absoluta en Dios, que me enseñó mi madre, han sido mi
fortaleza.
La
Semana Santa nos abre a quienes profesamos la fe cristiana un espacio para
darnos tregua de lo cotidiano, para reconciliar nuestros sentimientos con
nuestros pensamientos y con nuestro actuar. La muerte de Cristo, quizá debiera
significar también la de cuanto nos impide ser felices y estar en paz con
nosotros mismos y con los demás, y su resurrección la de nuestra esperanza.
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